Habían crecido juntas, la guitarra y Violeta Parra. Cuando una llamaba, la otra venía. La guitarra y ella se reían, se lloraban, se preguntaban, se creían. La guitarra tenía un agujero en el pecho. Ella, también. En el día de hoy de 1967, la guitarra llamó y Violeta no vino. Nunca más vino.
Ese día yo no estaba allí para evitarlo. Quizás, siendo Eduardo Galeano, con esa sabiduría enciclo-poético-vital, con esa imantación de su charla, te habría convencido de la falta que le hacías precisamente a esa vida de la que me has dado tanto. Claro que lo ideal hubiera sido personarme en tu Carpa, sentarme atravesado en un taburete frente a ti y llamarme Gilbert Favre. Tal vez me habrías peleado, tal vez habrías reído; en cualquier caso, el final sería el mismo: me habrías besado hasta los huesos.
Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Me dio dos luceros, que cuando los abro,
perfecto distingo lo negro del blanco,
y en el alto cielo su fondo estrellado
y en las multitudes al hombre que yo amo.
¿Y después? Tras revolcarnos apasionadamente… digamos... un tiempo..., y haber actuado unas cuantas veces en esa Carpa de la canción chilena —tu rincón-corazón—, volvería a poner mis pies en camino, a andar buscando mis propias músicas, y volvería tu ira a convertirse en canción: Corazón maldito
sin miramiento, sí, sin miramiento,
ciego, sordo y mudo
de nacimiento, sí, de nacimiento.
Con tus reproches de mujer, que se han hecho eternos, me has tejido el mito de galán villano. Claro que no habrías querido eso; no amaste a nadie más, ni yo, a nadie más que a ti. Eras —eres— un ser muy fuerte, y tierno a la vez, tal como un animalito del monte: silvestre, natural, sensible hasta el colmo, pero con unos arranques temibles. Eduardo, con su poder de síntesis, te dibuja a la perfección:
Violeta era pecante y picante, amiga del guitarreo y del converse y del enamore, y por bailar y payasear se le quemaban las empanadas. Gracias a la vida, que me ha dado tanto, cantó en su última canción; y un revolcón de amor la arrojó a la muerte.
Tu pasión era —es— ilimitada, no soportabas un minuto parecido a otro; mi sangre suiza y mi tempo clásico se ahogaban en tu energía volcánica. Recuerdo como te robaste París, algo increíble para una cholita sin atributos físicos, con solo la explosión de tu personalidad y la cultura abismal que te aportaron esos viajes tierra adentro, adonde hurgabas de caserío en caserío hasta dar con esas expresiones folclóricas remotas que te hicieron posible, Violeta Parra, ser la primera mujer latinoamericana en exhibir una exposición personal en el Museo del Louvre. Comencé entonces a ser simplemente tu sombra, acaso tu acompañante tocando la flauta. Cierto que era un lujo verte actuar y ser parte de ello, aunque fuese en una taberna, y otro lujo, el amarte después tras las copas de buen vino. Pero yo quería hacer también mis estudios y mis músicas, y tú eres un rabo de nube que arrasa —hermosamente, pero arrasa... Me das tormento.
Corazón, contesta,
por qué palpitas, sí, por qué palpitas,
como una campana
que se encabrita, sí, que se encabrita.
¿Por qué palpitas?
Me cantabas ante cualquier distanciamiento, pero podría ser también ese el canto mío, solo que no tuve la gracia de tejer versos y melodías.
¿Qué he sacado con la luna
que los dos miramos juntos?
¿Qué he sacado con los nombres
estampados en el muro?
Como cambia el calendario,
cambia todo en este mundo.
¡Ay, ay, ay! ¡Ay! ¡Ay!
Por supuesto que no fui tu única pasión, añadiría que ni siquiera de las más importantes; eras una militante muy activa de la izquierda —que ahora sabemos universal. Todo lo que oliera a lujos, a avaricia, a dobleces, a poses burguesas, te asqueaba. Arremetías contra toda injusticia o poder con ironía mordaz, con temible audacia. Me han preguntádico varias persónicas
si peligrósicas para las másicas
son las canciónicas agitadóricas.
Ay, qué pregúntica más infantílica
Sólo un piñúflico la formulárica
pa mis adéntricos yo comentárica.
Gravita sobre mí tu muerte. Una negra leyenda amorosa (que no deja de tener su dosis de verdad) tiende un manto de silencio sobre el dedo que apretó el gatillo. Sin dudas, el no ver en el horizonte un camino común, te golpeó mucho; pero tu inmenso corazón araucano tuvo otras grandes penas: muchas fueron bofetadas estruendosas… como cuando emplazaste hasta al poder Vaticano con aquella pregunta lapidaría: ¿Qué dirá el Santo Padre, que vive en Roma, que le están degollando a sus palomas?Miren cómo nos hablan de libertad
cuando de ella nos privan en realidad.
Miren cómo pregonan tranquilidad
cuando nos atormenta la autoridad.
Miren cómo nos hablan del paraíso
cuando nos llueven balas como granizo.
Miren el entusiasmo con la sentencia
sabiendo que mataban a la inocencia.
También te carcomía el alma tanta canción auténtica silenciada, tanta riqueza espiritual de la poesía popular arrinconada. Querías darte a todos y apenas llegabas a un minúsculo átomo de tu sueño. Tu gran ilusión, la Carpa de vinos, anticuchos, tortas, canto y baile, fue quedando en funciones para un puñado de amigos o alguna pareja de curiosos turistas.
Mientras más injusticias, señor fiscal, más fuerzas tiene mi alma para cantar. Ahora sabemos que aquella fuerza telúrica escondía también sus temores colosales. Nos hizo falta tu disparo espantando las aves para saberlo. Tu pueblo, tu canto, tu justicia, tu amor no cabían en la empobrecida realidad y estallaron. Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Me ha dado la risa y me ha dado el llanto
así yo distingo dicha de quebranto,
los dos materiales que forman mi canto,
y el canto de ustedes que es el mismo canto,
y el canto de todos que es mi propio canto.
Claro que de tener idea de lo que sucedería en tu carpa habría quemado mis naves en ti, pero te creía invencible. Y no podías serlo, Violeta; los verdaderos amantes son mortales. Así te fuiste y, sin embargo, qué curioso: Todo lo que tocaste se hizo eterno —hasta yo que ni siquiera puedo ser tu amante Gilbert y tengo que conformarme con llorarte o, mejor, con cantarte desde el anonimato de…El Diablo Ilustrado
Maldigo la poesía
concebida como un lujo cultural por los neutrales
que lavándose las manos se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido,
partido hasta mancharse.
Gabriel Celaya